Ventanas al Caribe / Revista México Desconocido
Villa Rolandi
Isla Mujeres
A lo lejos nos gustó de inmediato una de las mesas al fondo, en la terraza. Ahora que lo pienso, ese rincón del hotel Villa Rolandi resume para mí Isla Mujeres. El mar ahí es cierto, los barcos pasan, Cancún es algo lejano y diminuto. Si se asoma la cabeza hacia el agua se miran gaviotas y alas al viento. Dentro ocurre el restaurante Casa Rolandi, su barullo. Cuando la noche aparece lo hacen también las velas y el apetito. La carta es un futuro deleitable a punto de llegar: consomé de res al jerez, ravioles negros rellenos de langosta o filete de pescado al horno en salsade perejil. El vino, traído lo mismo de California y el Valle de Guadalupe que de Italia o Australia, alegra los labios incluso antes de que empiece la fiesta de platillos. Afuera, en lo oscuro, las palmeras hacían ruido. Era la brisa llevándose consigo el calor del día. La velada solo terminó después de un coctel en el Cozy Cozy Bar. Luego vendría el mundo que cada una de las 35 habitaciones encierra. Tienen jacuzzi, regadera con vapor y música, almohadas que ayudan a soñar, sábanas de 500 hilos y el Caribe entrando por los ventanas en la mañana.
De cerca
De día, este miembro de Hoteles Boutique de México, es luz y albercas. Hay tres. Las bugambilias cuelgan, los pies andan descalzos, las sillas y camastros parecen
apurarse hacia el mar. Carlos había bajado a la playa privada para tomar fotos. Yo me quedé en ese paraíso de agua contenida. Vi una pareja que estaban sentados a la orilla de una piscina. Tenía solo sus espaldas para adivinarlos pero no hacía falta más. Estaban contentos, lo sabía.
Sus cuerpos me decían que en ese momento no había nada que pudieran desear, todo estaba en su lugar y les pertenecía. Cuando Carlos regresó, nos dedicamos
a escudriñar el hotel. Aretes, collares, anillos y broches muy art nouveau se apilaban en la Joyería Kimberley. Dimos una vuelta por el gimnasio, hicimos reservaciones en el Spa Onali Thalasso. Quisimos también rentar un par de bicicletas para salir en busca de Isla Mujeres. Pedaleando llegamos hasta Punta Sur y su jardín poblado de esculturas. Vino la lluvia. Mojados nos lamentamos no haber alquilado mejor un carrito de golf. El atardecer lo vimos en Punta Norte, ese agitado rincón de restaurantes y música en la arena. Hablamos de esnorquelear al día siguiente en Parque Garrafón. Pero en todo ese tiempo no pude dejar de pensar en la hamaca que me esperaba en la terraza de mi habitación, desde ahí el mar y su arrullo fueron solo para mí.
Al Cielo, Xpu Ha
A lo lejos
Había viento en todas partes cuando llegamos. En las palapas sobre la arena, en los manteles del restaurante y en las cortinas del cuarto.
Hasta llegué a pensar que la brisa formaba parte de las instalaciones. De las ocho habitaciones me tenía que tocar precisamente la que lleva el nombre de ese elemento ubicuo.
Están otras, las villas, que ostentan piscinas privadas, o aquellas que tiene piletas para contemplar el atardecer con el cuerpo en el agua. La mía era rústica, íntima, envolvente. La luz entraba, rayada, a través de las persianas de madera. Una pequeña mesa al lado de la puerta sostenía indiferente un florero y el aroma por encima de este. Me encontré conmigo en el espejo apoyado sobre el piso.
Sonreí al asomarme al baño y ver la tina que me esperaba cuando el sol ya no estuviera. Luego salí al barandal necesitada de un poco de mar. Colgaba una hamaca a mi lado y frente a mí comenzaba el Caribe. El hotel no hace otra cosa que mirar esa inmensidad color turquesa desde hace 12 años. Y mientras a Carlos le
daban un masaje —una combinación de deep tissue con reflexología— frente a las olas, yo quise olvido y una margarita en la barra del bar.
De cerca
Salimos a dar una vuelta a la Quinta Avenida, a sus luces y ruido —el hotel está a medio camino entre Playa del Carmen y Tulum—, pero volvimos pronto deseando la tranquila salita salpicada de cojines para leer un rato y la cena que habíamos imaginado. La vida en Al Cielo se concentra en su restaurante de especialidades españolas. Debajo de una enorme palapa, ocurre la magia de una cocina interesada en resaltar los sabores que de las ondas saladas provienen. Dejamos hablar primero a las almejas en salsa verde con ajo, vino blanco y perejil. Luego seguimos con los pimientos del piquillo rellenos con queso de cabra y pesto. Carlos se sumergió en una cazuela de pato con alubias y ajos confitados, yo preferí el cítrico sabor del lomo de atún sellado con glacé de naranja. El resultado fue un diálogo de sabores intensos.
Nos quedamos en el hotel lo que para mí fue una temporada sin tiempo. Tuve pies en la arena y tardes frescas. Nada me parece más importante. Dejé para el último la tienda de ropa que, a manera de despedida, se encuentra justo antes de la recepción y la salida. Toqué sombreros de Bécal y sandalias de cuero. Pasé del lino y el algodón a los pareos estampados. Me entretuve con las guayaberas, y mientras por algo me decía supe que esa no era la última vez que estoy ahí.
B Cozumel, Cozumel
A lo lejos
Nunca había practicado yoga frente al mar y esta vez lo hice. Desperté en una cama blanca, en una de las 45 habitaciones del hotel boutique B Cozumel. Por el balcón entraban colores de isla, y se intuía el ir y venir de las olas allá abajo. Bajé corriendo a ese movimiento acompasado. Eran las ocho de la mañana y la clase apenas comenzaba en Punta Beleza, el lounge que de día sirve para hacer yoga y en la noche se convierte en bar.
Tenía el cuerpo estirado, la mente en calma, me rodeaba el Caribe. El hotel con sus palmeras y sillas Acapulco se me había vuelto el mundo, uno compuesto de agua: la del océano enfrente, la de la alberca y la que burbujea en el Jacuzzi Blu, ese espacio de soledad y rocas como suspendido en el oleaje. Una tienda de buceo otorga el equipo necesario para conocer el horizonte debajo. Todo en una isla es siempre mar y el de Cozumel no deja de estar atareado, pensaba mientras escuchaba la voz de la maestra entre postura y postura. Y vi, con los ojos cerrados, los cruceros y muelles llenos de gente, y la vida agitándose en los arrecifes de coral que alguna vez asombraron a Jacques Cousteau.
De cerca
Conocimos las ruinas de San Gervasioy el Museo de la Isla. Dejamos que el tiempo pasara entre cervezas, acompañados de una Guacamaya llamada “Tequila”, en el club de playa Coconuts. Y fuimos al parque ecológico de Punta Sur. Ahí Cozumel es todo manglaresy lagunas. Cocodrilos, garzas y espátulas rosadas acompañan cualquier paseo en lancha; además están el Faro Celarain y la antigua casa del farero, ahora convertida en Museo de Navegación, para entretener la curiosidad. Pero antes de que llegara el atardecer ya estábamos de vuelta en el hotel. Me gustaba entrar cada vez, pues al fondo del lobby hay un rincón de artesanías donde se enreda la mirada. Alebrijes de Oaxaca y manteles de henequén se amontonan en los guacales a manera de estantes. Teníamos programado un taller de mezcal y tequila, así que nos dimos prisa en alistarnos. Luego de la cata, ya con el ánimo encendido, nos sentamos a cenar en el Costeñito Bistro. Vimos desaparecer junto con el día la crema de cilantro, los tacos de mariscos, un trío de ceviches y pescado con costra de parmesano y mermelada de jitomate. Al final un mezcalini de jamaica me hizo feliz. Carlos también sonreía.