Reencuentro con el Pacífico – Las Alamandas
Llegué a la costa sur de Jalisco buscando mirar de nuevo un territorio del que me enamoré de niña en un viaje carretero. Este paisaje indómito – de playas perfectas, selvas y acantilados que caen al mar – está a punto de cambiar con la inminente llegada de hoteles como Four Seasons, Louis Vuitton y One & Only. Se dice que será, por mucho, el destino de playa más exclusivo del país (si es que no lo era ya).
Intenté alejarme lo más posible de Puerto Vallarta, y a casi 3 horas en dirección al sur , encontré Las Alamandas, un pequeño hotel de lujo que pertenece al selecto grupo de Hoteles Boutique de México (HBM), base perfecta para explorar la parte sur de Costalegre . Aunque tiene casi treinta años, nunca lo había oído nombrar, quizá porque solía ser un refugio secreto para celebridades de Hollywood. Ajena a la vida de este tipo de estrellas, nada sé sobre modelos de Victoria´s Secret que – ahora entiendo – visitan con frecuencia estas playas. Basta decir que tarde un par de días en enterarme de que Brad Pitt descansó en la misma hamaca donde tomé fotos de mis pies con vista al mar, y al parecer Christy Turlington enjabonó su cuerpo escultural en la misma regadera que yo. Pero más allá de estos detalles frívolos, lo increíble de este rincón del país es que permite experimientar en verdadera paz la naturaleza que se niega a ser domada.
Linterna en mano
Mi aventura comenzó cuando dejé atrás la carretera 200 que conecta Puerto Vallarta con Manzanillo para recorrer en coche alquilado la brecha que lleva a este lujoso hotel de 16 habitaciones. Había atardecido desde que salí de Puerto Vallarta, y ahora en una noche sin luna la oscuridad se hizo total; bajé las ventanillas y me envolvió un manto de selva baja cargada de sonidos… Caminé entre las palmeras hacia mi cuarto, oyendo in crescendo el poderoso sonido del Pacífico. Una vez en la enorme habitación, me dí cuenta de que no hay llaves – lo cual me encantó , porque tengo gran maestría en perderlas-, pero sí una linterna, detalle que me gustó aún más. Porque cuando te dan una linterna en un hotel sabes que estás en un lugar emocionante, donde se trata a la naturaleza con la deferencia y respeto que merece.
Y entonces abrí la ventana de la terraza, respiré la humedad y cerré los ojos para escuchar la fuerza del mar.
Territorio virgen
Mi reloj biológico, como siempre, se encargó de despertarme antes del amanecer, así que salí a la terraza y pude ver lo cerca que había dormido del mar. Entonces entendí por que había pasado la noche soñando con barcos, tablas de surf y cañas de pescar. Corrí con mi cámara a captar el amanecer en la playa. ¡Cuál fue mi sorpresa cuando, en vez de huellas humanas, encontré huellas de tejones, venados, tortugas recién nacida y miles de cangrejos ermitaños! Después de cientos de fotos, volteé a mirar de lejos el hotel: a pesar dfe sus espacios grandes y lujosos, desde aquí parecía un punto ínfimo en medio de la selva, en una playa espléndida, como ya no parece haberlas en el mundo.
De pronto, al otro extremo de la inmensa playa, vi una lancha acercarse con cautela. Y al mismo tiempo, vestido de blanco, vi correr a un chef hacia ella, remangarse los pantalones y entrar al mar. «¡Son pescadores! – pensé emocionada -. ¡Traen nuestra comida!» Y corrí hacia ellos para curiosear, mientras decenas de cangrejos se apresuraban a esconderse de mis pasos entre la espuma blanquísima del Pacífico. Al parecer, en el menú del día habría pulpo, pez sierra y cayo de hacha.
Mas tarde me senté a desayunar con José, gerente del hotel desde hace años. Mientras miraba a un águila pescadora buscando a su presa entre las rocas en un extremo de la playa, José me platicó historias descabelladas sobre Quentin Tarantino cuando estuvo por estos lares rodando Kill Bill.
Al encuentro del silencio
Mas tarde me dirigí en bicicleta de montaña hacia la Laguna Pichichis. Una vez allí, dejé mi bici y me subí a un kayak para explorarla. Despúes de remar un rato, me detuve: escuché el silencio como hace mucho no lo oía, rotos solo por el repentino plop-plop, plop – plop de los pichichis (pequeños patos que emigran a esta zona desde Canadá) tocando el agua con las patas a alzar el vuelo. Mientras decenas de libélulas zumbaban suavamente a mi al rededor, observé el arduo trabajar de un pájaro carpintero qyue hacía un hueco considerable en una palmera a orillas de la laguna. Después vi garzas, nidos de cigueñas, un ibis negro buscando comida y las simpáticas gallaretas correntiando sobre el agua.
Parte sur de Costalegre
Los dos días siguientes los dediqué a explorar sitios nuevos para mi: primero Pérula, un pequeño pueblo de pescadores con una bonita Bahía, un hotelito B&B y restaurantes relajados frente a la playa (a unos 25 minutos de Las Alamandas en dirección sur). Despúes manejé hasta Melaque y Barra de Navidad, donde hay tiendas de artesanías, restaurantes y playas públicas bonitas ( a poco más de una hora de Pérula rumbo a Manzanillo). Pero lo que mas añoraba era el silencio, así que regresé para pasar el día final en Las Alamandas.
Paz en la oscuridad
La última tarde después de vanos intentos por recordar lo aprendido en una clase de skimboard, decidí entregarme al boggie board en una de las playas privadas del hotel. Al deslizarme en una de esas olas larguísimas y veloces, recordé de golpe cuando conocí de niña esta costa con mis primos y pasamos más de una semana haciendo precisamente esto – boogiebordeando hasta sacarnos ampollas – en todas las playas públicas entre Manzanillo y Vallarta, abordo de la combi verde de la familia. Ahora pienso, mientras la ola me avienta finalmente hacia la arena cuantas otras heridas nos ha dado la vida desde entonces, y la combi verde no es lo único que hemos perdido en el camino…
Reconfortante compañia
Dejo la playa cuando veo la primera luciérnaga aparecer entre las palmeras. Después de cenar pulpo a las brasas – cocinado en su punto por el simpático chef Alejandro- Decido que es momento de hacer una escapada fantasmal hacia la terraza de mi cuarto. Entonces apago todos los gadgets que el trabajo nómada me obligfa a llevar siempre conmigo, y apago también las luces de la terraza de la habitación. Me meto al jacuzzi en total oscuridad. Miro al cielo y puedo ver a simple vista la vía láctea. Para mis ojos citadinos, acostumbrados a dormir con una farola – alarme sísmica incluida- en la ventana, el espectáculo es profundamente conmovedor. Puerto Vallarta está tan lejos que su contaminación lumínica no llega hasta aquí. Me olvido de todo mirando al cielo, y agradezco tener un poco de tiempo para pensar realmente pensar.
No se cuanto tiempo ha transcurrido, cuando escucho un pequeño pero sólido plop: ¡algo pequeño ha caído al agua!
Entonces, moviéndome lentamente me seco las manos con la toalla que he dejado a mi lado y prendo la linterna: una ranita amarilla de ojos negros flota suspendida en la superficie. Apago mi lampara para no molestarla y así estamos unos minutos; yo mirando las estrellas y ella disfrutando el agua tibia ( o por lo menos eso intuyó en mi necio empeño por humanizar a las demás especies, como solía hacerlo cuando era niña). Después de un largo rato oigo que mi pequeña compañera salta fuera del agua y se pierde de nuevo en la selva. Siento un poco de nostalgia por haber perdido su ajena pero curiosamente reconfortante compañía. Y una vez más me alegro de que mi editora pensara precisamente en mi para ir al encuentro de la blanca espuma del pacífico.